La corrupción, por su propia naturaleza, es un fenómeno aislado, es un brote de suciedad potencialmente expansiva, en un entorno limpio. Es algo excepcional, no es la norma, no afecta al conjunto, sino a una parte: no hay enfermedad en un cuerpo muerto. En España no hay corrupción: lo que hay es caciquismo, un sistema heredado y transmutado, sólo en apariencia, en democracia. Antes de seguir, quisiera aclarar que cuando hablo de caciquismo no me refiero a un sistema de turnos en el que que dos grandes partidos se reparten el poder para así evitar las extravagancias políticas de quienes quieren repartir los recursos, sino de la base social de ese sistema de partidos en el que una minoría de la población pretende controlar los recursos económicos, por una parte, y por otra, quiere controlar al estado como herramienta de dominio político, social y económico. En este contexto, en este sistema, los partidos políticos del turno son simples instrumentos de los caciques, mientras que el resto sirven para legitimar el sistema.
Se me dirá que eso no es nada nuevo, que ya Marx lo dice cuando define al estado como un instrumento de dominio de una clase sobre la otra. Y es cierto: el caciquismo es la concreción peculiar española de esa definición del estado, y como tal, tiene dos hechos diferenciales, dos peculiaridades típicamente españolas. Por una parte, el sentimiento patrimonial de la derecha española sobre el estado, que aquí no es simplemente el instrumento de la dictadura de una clase sobre la otra a través de leyes, reglamentos, represión, y acción política. Los caciques españoles sienten al estado como algo directamente suyo, como una prolongación de sus propiedades, y por lo tanto creen que sus reglas no le afectan y puede incumplirlas tranquilamente, o cambiarlas, cuando no le viene bien cumplirlas, porque en realidad -así lo creen, así lo sienten y así lo manifiestan- están escritas para controlar a la sociedad, tal y como señaló Jordi Pujol cuando dijo que “hay artículos de la constitución que no son de obligado cumplimiento”.. El segundo hecho diferencial del caciquismo español consiste en que la minoría que controla la riqueza no tiene por objetivo transformarla y aumentarla, es decir, generar más riqueza, sino, principalmente conservarla como seña de identidad y distinción, y vivir por encima de sus posibilidades como integrantes de un cuerpo social más amplio. No sé si recuerdan ustedes aquel anuncio que había hace unas décadas que pretendía convencernos de que ahorrásemos electricidad: “aunque usted pueda pagarlo, España no puede”. Pues eso…
Este sistema social, que con algunos cambios de matiz y apariencia, es básicamente el que tenemos hoy en España, es el heredado de la restauración, y que ha sobrevivido intacto a la monarquía de Alfonso XIII, a la dictadura de Primo de Rivera y a la dictadura de Franco. Sólo tuvo dos momentos de crisis: uno, en el que realmente peligró su existencia, la II República -el único intento real que ha habido en nuestro país de desmantelar el caciquismo, y que fue cercenado con las armas por los caciques- y el inicio de la transición, hasta que se dieron cuenta de que la izquierda a la que temían no era la izquierda ilustrada y revolucionaria de los años 30, sino una izquierda pactista y pancista que estuvo dispuesta -consciente o inconscientemente, que ese es otro asunto- a pactar con los caciques su derecho a una parte del pastel.
El sistema salido de la Consititución de 1978 no puede ser, por estos motivos, otra cosa que una reedición del caciquismo tradicional español. La propia Constitución cancela en su letra el supuesto espíritu progresista y democrático de su espíritu, y estamos viendo estos días hasta qué punto ha fracasado. Hay dos grandes conceptos del estado, a uno y a otro lado del espectro social: para los caciques, el estado es su instrumento de dominio político, mientras que para la inmensa mayoría de la población, el estado es una herramienta de reparto de riqueza, igualdad de oportunidades y protección social. Hoy, a los 34 años de la aprobación de la Constitución, estamos viendo como la pobreza crece, la igualdad de oportunidades es una quimera y la protección social está siendo desmantelada. Es evidente que la Constitución de 1978, en la medida en que ha sido incapaz de impedir esto, ha fracasado y no es el estado de la mayoría de la población, sino de la minoría que controla los recursos.
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Todo lo anterior viene al caso dejar claro que no vivimos en una democracia, sino en un sistema de caciques con unos leves toques cosméticos que pretenden simular una democracia social puestos en la Constitución para dar a la izquierda una coartada que le permitiera apoyarla, pero de de manera que no se puedan aplicar jamas en la realidad. Es decir, vivimos en una forma de estado que finalmente, viene a consagrar el dominio de clase y a proteger el reparto desigual de la riqueza, que es lo que está ocurriendo principalmente ahora. En otras palabras, el estado emanado de la Constitución de 1978 no es que haya fracasado como estado equilibrador, sino que nunca lo ha sido, porque su fin siempre ha sido mantener el dominio económico de una clase social, y no hacer posible la igualdad. En este sentido, y en la medida en que, al final, el estado busca consolidar y proteger el dominio de unos pocos sobre recursos económicos que son de todos, el estado surgido de la constitución del 1978 es un estado corrupto de raíz. Episodios como el de Bárcenas u otros que estamos viviendo no son casos de corrupción en el seno de una democracia, sino parte de la actividad política y económica habitual en un sistema de caciques.
Se preguntarán ustedes: ¿todo esto tiene solución? Yo también me lo pregunto, y llego a conclusiones que no me gustan demasiado, porque después de darle muchas vueltas he llegado al convencimiento de que solo hay dos salidas: una, asumir que somos de clase media, integrarnos en el sistema y pisar a quienes tenemos al lado, a nuestros iguales para hacernos con las pocas migajas que dejan caer los caciques: acatar las normas, aceptar mansamente la rebaja de nuestras condiciones de vida, y votar mansamente al PSOE y al PP entonando la triste letanía de no se puede hacer nada, de que tenemos que apretarnos el cinturón y de que todo esto pasará…
La otra salida es hacernos cargo de la situación real y plantear una salida real que dé respuesta al ataque sin precedentes que estamos sufriendo, y no es una salida simpática la que se me ocurre, la verdad. Hasta ahora, no he hablado de derecha e izquierda -sólo he nombrado a la izquierda para hacerle cómplice de los caciques en el gran engaño de la transición-, sino de recursos y de sectores sociales que se enfrentan por el control de esos recursos. Ahora, voy a intentar centrarme en la derecha y la izquierda como las concreciones políticas de esos intereses.
¿Qué son derecha e izquierda? Es difícil definir de manera general ambas pulsiones políticas sin caer en el maniqueísmo. La derecha es una pulsión política que justifica por diferentes razones que una minoría controle los recursos escasos, mientras que la izquierda es otra pulsión política que considera que los recursos escasos son un patrimonio común de la sociedad, y que deben servir para que todos podamos tener una vida digna. He querido simplificar en las definiciones para poner de manifiesto que creo que lo que realmente define a izquierda y derecha es su posición con respecto al control de los recursos. Es evidente que hay otros muchos ejes, como individuo-sociedad, libertad-igualdad, la relación con la autoridad o con la religión…-, pero me interesa centrarme en lo esencial, porque el resto, para lo que quiero plantear, es accesorio.
Así las cosas, y sin caer en maniqueísmo de ningún tipo, podemos decir que la derecha es una tendencia política ilegítima: el control de los recursos escasos por parte de una minoría, condenando a la mayoría a una mala vida es ilegítimo y no debe consentirse. Y por lo tanto, no pueden consentirse tampoco aquellas tendencias políticas que buscan la legitimación del control de los recursos por parte de una minoría de la población. Sé que estoy simplificando, pero es que en realidad esto es muy simple: se trata de tener o no todos oportunidad de vivir con dignidad.
Estamos viendo actualmente en la realidad lo que son y a lo que conducen esas tendencias políticas: servicios públicos desmantelados, parcelas de igualdad de oportunidades destruidas, sectores de la población cada vez más amplios en la pobreza, derechos básicos negados por el propio aparato del estado que manda a la policía a sacar a las familias de sus casas… ¿Hay alguna ley natural que diga que ciertas personas tienen derecho a controlar los recursos mientras que otras no tienen acceso a ellos?
Cuál es la conclusión necesaria de todo esto. Que la derecha -en la medida en que es la justificación ideológica y política del robo de unos recursos que no les corresponden por parte de una minoría que, de una u otra forma ha conseguido hacerse con ellos- no debería tener derecho a organizarse políticamente. Mi posición, mi propuesta, es impedirlo legalmente, en otras palabras ilegalizar los partidos de derechas para proteger la democracia, ilegalizar a los partidos que no reconozcan, como un principio básico de organización social que la riqueza debe estar al servicio de la sociedad en su conjunto y no de una minoría. Esto no es socialismo, no es fascismo, es simplemente democracia. No cuestiono la propiedad privada, sino que exijo que se le pongan límites, no cuestiono el pluralismo, pero no consiento que haya partidos que planteen que una minoría tiene derecho a controlar lo que es de todos. No puede haber derecha organizada mientras aparece una nueva forma de pobreza en nuestras democracias supuestamente desarrolladas, como es la pobreza energética: gente que pasa frío en su casa porque unos sinvergüenzas que controlan la energía quieren cobrarles por la calefacción. Hay servicios básicos como la energía, el agua, la vivienda, la educación, la salud, que no pueden ser objeto de comercio, y si hay partidos políticos que plantean que esos recursos pueden estar en manos de una minoría que se los venda a los demás, esos partidos piratas y rapiñeros deben ser ilegalizados para que no exista el peligro de que se hagan con el poder, como ha ocurrido en España y nos nieguen nuestros derechos.
No hay que caer en el maniqueismo. Las persona de derechas no son malas, ni planteo mandarlas a la carcel. Muchas de ellas, la inmensa mayoría de ellas que dependen de los servicios públicos, que no tienen acceso a los recursos que los caciques nos niegan a la mayoría, están sinceramente convencidos de que sus propuestas políticas contribuyen a mejorar la sociedad, pero ello no quiere decir que tengan razón. Igual que a los testigos de Jehová no se les puede permitir que impidan una transfusión de sangre necesaria a sus hijos, porque no les ampara la libertad para ello, tampoco se puede permitir que se vote a un partido que, de hecho, va a poner cada vez más recursos en manos de cada vez menos personas, porque eso tampoco lo ampara la libertad.
Por eso, mi propuesta, la que les decía antes que no es simpática, es ilegalizar a la derecha e impedir que se organice política ni socialmente, sencillamente porque ello es necesario para mantener al servicio de la sociedad unos recursos que nada ni nadie, salvo el uso de la fuerza y el robo, puso nunca en manos de una minoría.